Dos ejemplos clásicos

Por Miguel Mendiola

 

El llamado “Una modesta proposición” tiene mas sentido si se lee después del de “Dos ejemplos clasicos” puesto que me salió a raíz de haber escrito ese. Quiero explicar que es una parodia parecida a la de Jonathan Swift y por eso le he puesto el mismo título (“A modest proposal”). Swift fue el que escribió Los viajes de Gulliver, un cuento clásico que mucha gente no entiende puesto que también era una parodia. Cuando él escribió su “Proposicion” la gente creyó que iba en serio y se formo un escándalo. Creo que el mío es mucho más obvio pero, por si las moscas, lo he escrito en un lenguaje muy sencillo para que no queden dudas de que es cachondeo, no me vaya a salir por ahí un “gili” y crea que estoy hablando en serio.

En la literatura clásica los gitanos aparecen de vez en cuando pero siempre o casi siempre de una forma grotescamente negativa. Y sin embargo, tanto la Gitanilla de Cervantes como la Esmeralda de Víctor Hugo parecen ser, a primera vista, dos excepciones singulares. 

Cervantes atribuye a su Gitanilla todas las cualidades y virtudes que el gitano carece y desconoce. Bella, industriosa, inteligente, virtuosa, la Gitanilla de Cervantes es la perfección hecha femenina. Me imagino que el lector de aquellos tiempos quedaría asombrado de que una mujer de raza gitana pudiera reunir tan laudables virtudes, más propias de una dama de Castilla que de una pobre vagabunda. Temeroso, pues, de que este asombro inicial se convirtiera en reproche y que su nombre pudiera empezar a circular en los tenebrosos círculos de la Inquisición, por defensor de brujos y adivinos, Cervantes no pierde tiempo en esclarecer su posición y abre su novela con el siguiente párrafo: 

“Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte.” 

Una vez confesado y limpia su conciencia, Cervantes procede a elogiar los innumerables encantos de esta preciosa gitana. Y cuando ya el lector queda enamorada de ella y para que no se sienta avergonzado por un posible sentimiento sacrílego, Cervantes revela que la Gitanilla no es tal gitanilla sino una dama castellana. No podía ser de otra forma, y es así que nuestra primera excepción desaparece y se confirma la regla de que algo tan bello y tan dulce no podia ser gitano. 

Víctor Hugo, por lo contrario, en su primera referencia a los gitanos es un poco más bondadoso. Gringoire, hambriento y sin dinero, va andando detrás de Esmeralda por las calles de París y piensa: 

“Depués de todo ella tiene que tener algún cobijo en algún sitio; los gitanos son generosos. ¿Quién sabe?-“ 

¡Cosa rara! Que este personaje, poeta y filósofo, pone su esperanza para aliviar su hambre y su frío en la ayuda de una niña gitana. ¡Después de todo los gitanos son generosos! 

Esmeralda es representada en la obra de Víctor Hugo como una joven gitana dulce e inocente y sobre todo preciosa, que se gana la vida bailando, cantando y haciendo trucos con una graciosa cabrita que siempre la acompaña. Cuando Gringoire está a punto de ser ahorcado por una banda de ladrones, ella se casa con él para salvarle la vida, explicándole después en la alcoba de novios que la trate como hermana y no como esposa. 

Cuando Quasimodo pide agua, mientras la plebe le tira piedras, es ella la que calma su sed a pesar de que la noche anterior Quasimodo había intentado raptarla. ¡Generosos, en verdad, estos gitanos! 

Victor Hugo expone en su novela todos los prejuicios en contra de los gitanos pero, al revés que Cervantes, escoge bien a sus interlocutores, gente ignorante y de poca caridad, como en el caso de Mahiette la cual describe con gusto todas las “virtudes” gitanas, entre ellas la de comer niños. Y es así que los gitanos, una vez más, son ladrones, sucios, mentirosos, secuestradores de niños y caníbales. 

Pero Victor Hugo también expone lo absurdo de estos prejuicios y entre la retahíla de crímenes y malas costumbres descritas por Mahiette, incluye la siguiente tontería: 

“Han venido a París a decir buenaventuras en el nombre del rey de Argelia y del emperador de Alemania.” 

Y de acuerdo con la misma bruta señora, esto es suficiente razón para negarles la entrada en la ciudad. Nunca se explica bien en la novela como Esmeralda consigue entrar en la ciudad pero sí queda explicado todas las vicisitudes que tiene que pasar necesariamente por ser gitana, encontrando amparo solamente entre la famosa banda de ladrones de París. 

Acusada de haber matado a un oficial del ejercito, la llevan a juicio y una vez más el escritor expone la estupidez de los letrados parisienses. La inocencia de la joven gitana y la crueldad del juez payo quedan patentes en estas líneas: 

Oh, mi señor, tenga piedad. Soy solamente una pobre niña.” 
“Una gitana – dijo el juez” 
“En vista de la obstinación de la prisionera, yo demando que se le ponga en el potro.” 
“De acuerdo- dijo el presidente.” 

Y claro está que después de una tortura infernal, la pobre niña confiesa todo lo que haya que confesar y es así que la condenan a la horca. 

En toda esta novela solamente hay dos almas nobles: la de la pobre gitana y la del deformado Quasimodo. Víctor Hugo toca el tema de la discriminación en contra de los incapacitados en el personaje de Quasimodo el cual tiene que sufrir toda clase de vejaciones, burlas y crueldades por el simple hecho de ser minusválido. Y cuando el lector cree encontrar alguna clase de reivindicación, alguna justicia literaria en favor de los gitanos, llega la triste pero esperada revelación: Esmeralda no es gitana. Su verdadero nombre es Agnes, niña parisiense que fue robada por unos gitanos quienes en su lugar dejaron a un niño gitano deformado, es decir a Quasimodo. 

Una vez más, lo bello no puede ser gitano; solamente lo feo, lo repugnante. Ni el propio Victor hugo pudo vencer sus internos prejuicios. Y es así que no quedan excepciones. Solamente ejemplos clásicos. 

 


 

Una modesta proposición 

Por Miguel Mendiola 

 

Las tradiciones son pilares fundamentales pero creo que hay algunas que merecen ser extinguidas y otras que necesitan renovarse. No deberíamos de aferrarnos a tradiciones que hoy día no tienen sentido y que en algún momento fueron forzadas a nuestra cultura por accidentes ambientales, la inclemencia de las circunstancias, necesidades históricas de supervivencia y también - sí, hay que decirlo – por pura y simple ignorancia. 

Por el otro lado, hay tradiciones que han desaparecido y que muy personalmente me gustaría verlas restablecidas. Me refiero en particular a nuestra venerable costumbre de comer niños. 

Desgraciadamente yo nunca tuve el gusto de probar la carne infantil porque, cuando era joven, mi padre me dijo que no podía comer carne de niños hasta que saliera de la “mili” pero para aquel entonces Franco nos había prohibido el cante y el robo de niños, y por consiguiente era difícil encontrar un bar donde uno pudiera escuchar unos tientos al mismo tiempo que saborear una tapita de niño. Solamente me queda la nostalgia de aquellos días cuando mi tío Frascuelo me llevaba a un bar de la Puerta Osario (Sevilla), allá por la calle Sol, y el cual era famoso precisamente por la calidad de las tapitas infantiles. 

Allí se reunían muchos gitanos y entre el tintineo de los vasos, la discusiones a toda voz, las carcajadas sin dientes, la ocasional partida de rentoy e incluso algún que otro fandango por lo “bajini”, se podía oír la voz del camarero: “Dos de Valladolid y una de Palencia a la plancha”. 

Se comentaba que la carne era más buena cuanto más del norte, aunque muchos gitanos juraban que ninguna como la de Valladolid. Recuerdo un día en que entró por la puerta del bar un gitano de Extremadura, tratante de bestias, y al parecer bien acomodado. Venía bien “maqueao”, con una chaqueta muy buena aunque de muy mala planta ya que la traía como “doblá” o coja, el lado derecho tirando para abajo y el izquierdo subido hasta la oreja. Era de estatura cortita y poquito de cuerpo pero traía un imponente bastón que más bien parecía entre garrote y tronco de árbol. En viéndolo, y a forma de saludo cachondo, uno de los gitanos le dijo: “Oye primo… Tú a qué vienes… a la Feria o… o a conquistar el pueblo?” Allí se formó el mingo y por poco también la de San Quintín porque al extremeño no le sentó muy bien lo que el consideró un insulto a su respetable bastón y en menos que canta un gallo sacó del bolsillo derecho una de Albacete de catorce muelles y tres kilómetros de larga. 

Aquello no era una navaja; aquello era un machete de Paraguay. Ni que decir tiene que al sacarla se le enderezó un poco la chaqueta y fue cuando me di cuenta que lo que llevaba en el bolsillo era la ferretería de la Puerta Carmona. Aquello podía haber terminado en masacre pero sucedió que precisamente, en aquel momento, pasó por la puerta un torero que venía con una muleta (no taurina sino de viejo) y que al ver la navaja quedó enamorado de ella y enseguida quería comprársela al gitano. El instinto de tratante del gitano pudo más que su enojo y después de una breve discusión de precio se la entregó al torero, el cual, sin mucho regateo, pagó una fortuna. Alguien preguntó que para qué la quería, a lo que el torero, ya yéndose y apoyándose en su muleta, respondió de malas ganas: “Pal próximo toro que me salga con guasa”. 

Mientras tanto, el extremeño, ya aliviado de hierros y cargado de “pasné”, se sentía más cordial y pagó la convidá. Sucedió que siguieron las discusiones, ya amigables, pero cuando el extremeño se enteró de que había tapitas de niños empezó a pregonarnos a todos. Su argumento era que eso de comer niños estaba ya muy antiguo, aparte de que era un malgaste de recursos; que en Extremadura los robaban pero no se los comían. El mismo había robado un par de niños ya que los nueve que había parido su mujer no eran suficientes. 

Con cierta tristeza en su voz, nos contaba como en Badajoz quedaban pocos gitanos “güenos”, de esos que solían tener catorce o quince hijos; que ahora la media andaba por los once o doce y que por eso se veían obligados a robar algunos a los payos. Los gitanos de la Puerta Osario se sentían avergonzados, ya que el que más tendría como seis o siete niños y ya hacía tiempo que habían perdido esa venerable tradición de robar niños a menos que, naturalmente, fuera para comérselos. 

Y es de esa forma, como poco a poco, hemos ido perdiendo algunas de nuestras más ancestrales costumbres hasta el punto en que, si no nos ponemos listos, vamos a terminar incluso comprando jabón. ¡Maldito sea el día en que veamos a un gitano limpio! Por eso hago esta modesta proposición: Que para no perder nuestra identidad como cultura, y para que los payos continúen llevando razón, debemos restablecer tradiciones gitanas. Para empezar, propongo la de comer niños. Estoy seguro de que debe de haber todavía algunas gitanas viejas que recuerden las recetas culinarias y puedan enseñárselas a las chavalas jóvenes. Tengo entendido que por ahí, por la parte de Jerez, hay una chica que “se lo come tó”. Pero es una lástima que no haya probado “una de Valladolid al ajillo”. ¿Qué clase de gitanos vamos a terminar siendo? Si Cervantes levantara la cabeza…

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