Los inicios: El Tratado de Roma
Remontarse a las fuentes equivale en la Política Social Europea a hacer
alusión al Tratado de Roma (1957). Este incluía una vaporosa declaración
a favor del progreso social y la mejora de las condiciones de vida y de
trabajo y dos series de artículos. La primera concernía a la libre
circulación de los trabajadores (arts. 48 a 51) y la segunda, denominada
más concretamente política social (arts. 117 a 128), se limitaba a la
recualificación y reinstalación de los trabajadores por medio de un
Fondo Social Europeo (FSE).
Así pues, ya desde los inicios se establecía una regla de juego
limitadora y no exenta de ambigüedades: la libre circulación era un
asunto comunitario, el resto pertenecía a la soberanía de los Estados.
Éstos han defendido y continúan defendiendo encarecidamente dicha
soberanía.
Cabe recordar también que las primeras decisiones sociales en el ámbito
europeo[2]
tuvieron un carácter compensatorio ante la reconversión que la
siderurgia francesa tuvo que hacer como resultado de la negociación con
el resto de países (especialmente Alemania). Esto nos remite a la
tercera lección. Los padres de la patria europea, acertados en suponer
que la creación de un gran mercado establecería las bases de la paz y
del crecimiento económico, creyeron firmemente que dicho crecimiento
comportaría una mejora casi automática de las condiciones de vida. Para
ellos, el edificio europeo debía construirse sobre unos cimientos
económicos que permitirían levantar las paredes del entendimiento
político.
Hasta 1974 no hubo grandes modificaciones. Crecimiento moderado de la
población, aumento de su esperanza de vida y disminución del tiempo de
vida activa, crecimiento de la escolarización obligatoria y entrada
progresiva de las mujeres en el trabajo remunerado, pero sobre todo unos
índices de paro bastante reducidos en cinco países (Benelux, Alemania y
Francia) y que sólo eran proporcionalmente más elevados en ciertas
regiones y sobre todo en el Mezzogiorno italiano, sobre un trasfondo de
expansión económica, del mercado de trabajo y de la protección social,
circunstancias que no requerían una fuerte intervención supraestatal. De
1961 a 1972 el Fondo Social, con un presupuesto de 470 millones de
Unidades de Cuenta, cubrió las demandas provenientes mayoritariamente
del gobierno italiano para la reinstalación de sus emigrantes y de
Alemania para la reeducación profesional de los accidentados en el
trabajo. Asimismo, en la Conferencia de la Cumbre de La Haya de 1969 y
en la de París de 1972, ya se empezó a reconocer que la armonización del
mercado de trabajo y de las políticas estatales no eran tan automáticas
y que el funcionamiento del Fondo Social, a pesar de la reforma de 1971,
tenía graves inconvenientes.
También en las décadas de los cincuenta y los sesenta, uno de los
desafíos ratificados en el Tratado de Roma era intentar transformar los
grandes movimientos migratorios intraestatales en una libre circulación
de personas. Ya en el mes de agosto de 1961, un Reglamento y una
Directiva del Consejo habían establecido las primeras medidas para la
libre circulación de los trabajadores y sobre la entrada, ocupación y su
permanencia y la de sus familias en el interior de la Comunidad. En
marzo de 1964 y el 15 de octubre de 1968, estas disposiciones se
completaron en el sentido de que cualquier ciudadano de cualquiera de
los Estados Miembros tenía derecho a acceder y a ejercer una actividad
asalariada de acuerdo con el mismo tratamiento que los trabajadores
autóctonos.
Crisis del 73 y ampliación de la política sociolaboral
comunitaria
En los inicios de los setenta las expectativas de expansión económica y
del mercado de trabajo todavía eran buenas. Pero la crisis de 1973 rompe
estas expectativas y aun cuando los Estados tardarán en reaccionar en
sus respectivas políticas, en 1974 el Consejo del 21 de enero adopta el
Programa de Acción Social, que marca un hito en la política social
comunitaria. Esto entroncaba con la reforma del Fondo Social de 1972 y
con la creación del I Programa Europeo de Lucha contra la Pobreza,
puesto en marcha el año 1975. El paro se volvía estructural e
incrementaba, aunque con diferencias entre los Estados. Las medidas
coyunturales y descoordinadas no podían corregir los desequilibrios
entre la oferta y la demanda del mercado de trabajo.
De 1983 a 1988, la atención del Fondo continuó dirigiéndose hacia los
jóvenes menores de 25 años y hacia las regiones más desfavorecidas,
tendencia, esta última, favorecida por la entrada de España y Portugal
el año 1986.
Por otro lado, la crisis económica y social de 1973 hacía resurgir el
tema de la pobreza. Si en las décadas anteriores la pobreza estaba
ligada a la imagen del pacífico “clochard” que se refugiaba en los
metros de París y a la acción caritativa y residual de determinadas
entidades privadas, el panorama se modifica substancialmente en los
setenta. Los procesos de empobrecimiento y marginación comienzan a
afectar a colectivos hasta entonces ajenos, el mercado de trabajo no
permite entrar a los sectores más débiles o los expulsa directamente, la
disgregación urbana en los centros históricos y en los suburbios
surgidos a causa de las grandes migraciones anteriores genera otra
representación social del fenómeno[3].
La extensión y profundidad de la pobreza preocupan, y a intentar
mesurarla y diagnosticarla es a lo que se dedica sobre todo el Primer
Programa Europeo de Lucha contra la Pobreza adoptado por el Consejo de
Ministros el año 1975. Entre este año y el 1980 se desarrolla este
programa que moviliza pequeños proyectos pero que sobre todo genera un
importante debate entre la definición y la extensión de la pobreza en
cada país y a escala europea[4].
El Consejo, en la sesión del 22 de julio de 1975, justo cuando comenzaba
el Programa, adopta la ahora ya clásica definición: “se consideran
pobres aquellas personas que disponen de ingresos inferiores a la mitad
de los ingresos medios per cápita del país en el que viven”.
Gracias a la presión de la Presidencia irlandesa se vencen los
obstáculos que marcan el intervalo entre el fin del Primer Programa,
1980, y el inicio del Segundo, en 1985. Precisamente, en la sesión del
Consejo del 19 de diciembre de 1984 se adopta la segunda definición de
pobreza, que se concretaba de esta manera: “se entiende por personas
pobres las familias y grupos de personas cuyos recursos materiales,
culturales y sociales son tan escasos que se ven excluidos de las formas
de vida mínimamente aceptables en el Estado miembro en el que viven”.
La primera definición, que proviene de la larga tradición británica,
conduce al concepto de pobreza relativa. Tiene el valor de ser
mesurable, cuantificable, comparable territorialmente y remite a la
distribución de las rentas.
La segunda definición continúa poniendo el acento en la
falta de recursos, pero amplía el contenido y reconoce asimismo el hecho
de que la pobreza puede afectar a familias y grupos. Pero dificulta la
cuantificación y la comparabilidad cuando habla de las “formas de vida
mínimamente aceptables”.
Estas distinciones pueden parecer terminológicas pero, no
obstante, tienen consecuencias en las directrices europeas y en los
programas que de ellas se derivan. Así, en la década de los años
setenta, el interés se centraba en la pobreza y la marginación[5].
Un bienio pletórico: 1988-1999
No es arriesgado sostener que este es el caso del bienio 1988-1989. Un
año antes, el Consejo había firmado el Acta Única Europea. El Título
quinto precisa las condiciones de la cohesión económica y social,
palabras clave a partir de aquel momento. Los otros artículos explicitan
que los Estados Miembros coordinan sus políticas económicas para obtener
los objetivos mencionados y que la Comunidad sostiene esta acción a
través de sus fondos estructurales –FEOGA (agrícola), FSE (social),
FEDER (regional) –.
La firma del Acta Única Europea se situaba en la perspectiva de la
integración económica del mercado interno y en un contexto más favorable
a la toma de decisiones comunitarias que iban más allá del mercado
único.
Hacia la formulación de unos Derechos
Sociales
Una de las metas más significativas de la aceleración que se produce en
el bienio es la Carta Comunitaria de los Derechos Sociales,
adoptada por el Consejo Europeo de Estrasburgo el 8 y 9 de diciembre de
1989. Hacía tiempo que se pedía que la Comunidad definiera algún tipo de
Carta Constitucional.
Algunos de estos derechos, especialmente los de información y consulta,
se han desarrollado posteriormente a través de la Directiva del Consejo
de Ministros del 22 de setiembre de 1994 con la creación de Comités de
Empresa Europeos en las empresas de más de 1.000 trabajadores[6].
De esta manera se llega a la posibilidad de firmar convenios colectivos
a escala europea. Por otro lado, el denominado Diálogo Social Europeo,
en el cual participan la Comisión y las grandes organizaciones
sindicales y patronales (CES, CEEP, UNICE), ha avanzado desde las
primeras reuniones de Val Duchesse, ya que la Comisión aprobó una
Comunicación por la cual se constituían un Comité Consultivo
Interprofesional, una Mesa de Negociación Sectorial, un Comité
Permanente sobre Empleo y unas Propuestas de Procedimiento.
Así, la preocupación por una carta de los derechos sociales y cívicos de
todos los ciudadanos europeos resurge periódicamente[7].
Se trataría de definir un techo del edificio europeo que plasmase un
nuevo contrato social[8]
y que a su vez, concretase las aspiraciones ciudadanas en derechos y,
quizás más importante aún, las formas precisas para el acceso a los
mismos.
El Tratado de Maastricht (diciembre 1991) que instaura la Unión Europea
recoge, aunque tímidamente, la idea de ciudadanía europea, dando a todo
ciudadano de la Unión, aunque no sea originario del Estado donde se
celebran las elecciones, el derecho a votar y a ser elegible en las
elecciones locales, el derecho a la libre circulación y residencia y el
derecho a la protección diplomática y consular cuando se encuentre fuera
de la Unión. Además, el Tratado da otras pistas sociales a partir del
artículo 117 del protocolo social del cual se descolgó el gobierno
británico. El debate sobre una posible Carta Social continuó,
como refleja la evaluación y el debate del Libro Verde[9]
y del Libro Blanco de la Política Social[10].
En los últimos dos años resurge de nuevo la idea inicial de una
plasmación jurídica de los derechos fundamentales de los ciudadanos
europeos. Un grupo de expertos redactó un documento que presentó el mes
de febrero de 1999 después de haber discutido el contenido con la
Plataforma de organizaciones sociales y los interlocutores
socioeconómicos.
Finalmente, en la Cumbre de Niza del mes de diciembre de 2000, la Carta
era proclamada conjuntamente por el propio Consejo, el Parlamento y la
Comisión, pero no se la dotaba de un carácter vinculante.
Las rentas mínimas, cimientos del
edificio social
En esta perspectiva, el fructífero bienio 1988-1989 culmina a escala del
Parlamento con la discusión sobre la introducción de las rentas mínimas
en todos los Estados miembro. En 1988 el Parlamento adopta una
resolución que será seguida en el mes de junio de 1992 por una
recomendación del Consejo de Ministros. Si los Derechos Sociales podían
constituir un techo, una garantía de ingresos para todos los ciudadanos
se convertía en los cimientos del edificio de la política social
europea.
Pobreza - exclusión
En 1989 también se aprueba el III Programa Europeo de Lucha contra la
Pobreza. Precisamente Pobreza-3 intentaba superar el enfoque para
colectivos de estos otros dos programas y del anterior Pobreza-2,
proponiendo una intervención integral que se apoyaba en tres
dimensiones: la pluridimensionalidad de la pobreza, la participación de
los menos favorecidos –ésta era la esotérica denominación oficial- y el
partenariado.
El mes de abril de 1990, en L’Alguer tuvo lugar un importante seminario[11]
convocado bajo el estimulante título “La pobreza, la marginación y la
exclusión social en la Europa de los años 90”.
En 1991, el Observatorio Europeo de las Políticas Nacionales de Lucha
contra la Exclusión, creado por Pobreza III, ligaba la exclusión con el
no acceso a los derechos sociales, abriendo así una nueva vía de
interpretación.
Se ha ido imponiendo una mayor utilización del término
exclusión. El Tratado de Maastricht y su protocolo, la modificación del
tercer objetivo del Fondo Social Europeo, las diversas Recomendaciones
del Parlamento Europeo, el Libro Verde y el Libro Blanco de la Política
Social Europea, los Programas de Acción Social de la Comisión, etc.
incorporan esta noción.
El antónimo de pobreza es riqueza, mientras que el de exclusión es
inserción, integración, incorporación. También cabe mencionar que el
término pobreza remite más a situaciones anteriores ligadas a la caridad
y a la beneficencia pública o privada que se pretenden superar.
Precisamente, la incorporación de la población al trabajo, confrontada
con el aumento del paro, es una de las preocupaciones de la reforma de
1988 del Fondo Social Europeo, última propuesta lanzada en el bienio que
se comenta.
En esta reforma se limitan los objetivos, que pasan a ser cinco, se
substituye la gestión por proyectos por un sistema de
planificación-programación en un partenariado entre los Estados y la
Comisión y se pone el acento en el carácter complementario de las
intervenciones comunitarias en relación con las políticas de cada país.
Iniciativas y debates sociales en los
noventa
Si la óptica con la que se analiza el período es más política, debe
constatarse la entrada (1995) de tres nuevos países, Austria, Finlandia
y Suecia, el rechazo de Noruega a hacerlo y la insistencia con la que
llaman a la puerta muchos países del Este. Al mismo tiempo, las
esperanzas suscitadas por la caída del Muro de Berlín se han desvanecido
y la Unión Europea no ha sabido afrontar los conflictos militares
latentes en los países eslavos, y más particularmente en los que
formaban la ex-Yugoslavia.
Por otro lado, el juego interno se ha diversificado. El Parlamento tiene
mayor peso, aunque continúa el “famoso” déficit democrático derivado del
hecho de que es el Consejo quien realmente decide. El Comité de las
Regiones ha ganado posiciones, así como el Comité Económico y Social que
se ha ampliado. El Tribunal de Justicia ha ido estableciendo una
prudente jurisprudencia favorable a la integración jurídica europea[12].
En cualquier caso, el Tratado de Maastricht de 1991, y el más reciente
de Amsterdam (1997) marcan la década. Entremedias, en 1993, cabe señalar
el lanzamiento del denominado Libro Blanco de Delors, ”Crecimiento,
competitividad y ocupación”[13],
que intentaba abrir una estrategia expansiva apoyada en el aumento del
gasto público europeo, las redes de transporte, las autopistas de la
información, la capacidad competitiva y la creación de puestos de
trabajo.
Modelo Social Europeo, Estados del
bienestar y principio de subsidiariedad
La cuestión de un modelo social europeo ha surgido con fuerza en los
años noventa. El simple hecho de planteársela sin generar comentarios
irónicos ya indica algo. Querer responderla implica una visión externa y
otra interna[14].
Si existiera un modelo social europeo[15],
esto significaría que sería distinto de los demás y que desde otra
atalaya exterior podría verse como un bloque. Para un observador japonés
o norteamericano parecería que la respuesta es afirmativa: provienen de
otro mundo que ha formulado sus códigos, su lógica, su cultura y, por lo
que parece, éstos no son los que se pueden encontrar ni en el viejo
continente, ni los habitantes de éste se reconocen con los del otro.
Además, la mayoría se confronta[16]
con ellos. Esto sucede, por ejemplo, cuando se habla de rebajar los
altos niveles de protección social europea para competir con los
productos japoneses o americanos.
Asimismo, si la visión es interna la diversidad es lo primero que salta
a la vista. Para continuar con el ejemplo de la protección ¿qué tienen
en común un pensionista griego que tiene una oferta de servicios
reducida, se apoya en la solidaridad familiar, recibe una pensión mínima
de una mutua que es tres veces inferior a la de un jubilado danés, con
éste, que además tiene una extensa gama de dispositivos asistenciales
públicos? La posición frente a la enfermedad y la muerte, el papel de la
familia, los valores religiosos, pueden ser enormemente distantes...
El desafío de un modelo social europeo es precisamente el de encontrar
rasgos comunes dentro de la diversidad. Y estos rasgos tienen que ver
con un patrimonio que acerca y separa (guerras), con una situación, unos
retos y unas estrategias más a menudo parecidas que contradictorias[17].
El Libro Verde de la Política Social de 1993 abría la cuestión y el
Blanco de 1994 la respondió diciendo que “hay ciertos valores
compartidos que forman la base del modelo social europeo que incluyen la
democracia y los derechos fundamentales, la libre negociación colectiva,
la economía de mercado, la igualdad de oportunidades, la protección
social y la solidaridad”[18].
A los cuales cabría añadir, según el mismo libro, la subsidiariedad, la
prioridad por el trabajo, la integración social, la convergencia de los
sistemas de protección en el marco de unas normas mínimas.
¿Son suficientes estos valores y principios para dar contenido al modelo
social europeo? Y sobre todo ¿quién es el encargado de desarrollarlos y
aplicarlos?[19]
Aquí no se puede entrar en el debate sobre el estado del bienestar y sus
salidas, aun cuando tiene una influencia innegable sobre la política
social europea, ya que, por ejemplo, los partidarios de más mercado y
menos Estado también lo defienden a este nivel, como igualmente lo hacen
los que preconizan pasar del “welfare” al “workfare”[20].
Ciertamente, hay que pensar globalmente y actuar localmente y también
pensar desde el ámbito local y actuar de forma global. O aún mejor,
encontrar y dar respuestas adecuadas en los diversos grados de la escala
territorial.
Sin embargo, el impacto del Mercado Común[21],
de la moneda única, así como la discusión sobre el “dumping social”, han
generado argumentos a favor de una armonización/convergencia de la
protección social europea. Se trata de crear un espacio social en el que
no existan excesivas diferencias, entre los ciudadanos como
contribuyentes y como receptores de la Seguridad Social, y entre los
países. De hecho, en la mayoría de países, la protección social juega el
papel de mantener las rentas y de asegurar unos niveles mínimos y/o
básicos de existencia[22]
y también en otros, de distribuir los ingresos.
En 1991, la Comisión formuló una propuesta para avanzar en la
Convergencia de la Protección Social que fue aprobada por el Parlamento
Europeo y el Comité Económico y Social. En 1992, apoyándose en aquella
propuesta, el Consejo adoptó dos recomendaciones. Una concerniente a los
“criterios comunes para los recursos y prestaciones suficientes”[23]
y la otra sobre la “convergencia de los objetivos y políticas de la
protección social”[24].
Desde 1993, la Comisión elabora unas memorias bianuales[25]
y, por otro lado, se ha puesto en marcha un sistema comparativo de la
protección social en todos los países a través del MISSOC[26]
y desde el año 2000 se publica un informe anual sobre la situación
social.
La Comisión incluyó en el Programa de Acción Social de 1995 a 1997 una
propuesta de esquema de discusión sobre el futuro de la protección
social. Este es el nombre que adoptó la Comunicación que presentó a
finales de 1995[27].
La segunda comunicación de la Comisión, bajo el nombre de “Modernización
y mejora de la protección social en la Unión Europea”[28],
es del 12 de marzo de 1997 y recoge las principales cuestiones surgidas
del debate y sus implicaciones políticas después de mostrar los
principales datos comparativos. Contrariamente a las tesis neoliberales,
la Comisión también presenta el gasto social como una inversión que
genera crecimiento. El Tercer informe de la Comisión sobre la protección
social en la Europa de 1997 también va en este sentido[29].
La última Comunicación de la Comisión del año 1999, que lleva por título
“Una estrategia concertada para modernizar la protección social”,
comienza por señalar que la mayor interdependencia económica, que el
mercado interior y la moneda única aceleran, hacen que “las reformas de
los sistemas de protección social de un Estado miembro sean de interés
para los demás y les afecten a todos”[30].
La Comunicación propone cuatro objetivos: 1) hacer que trabajar sea más
rentable y garantizar unos ingresos asegurados; 2) conseguir unas
pensiones seguras y viables; 3) promover la inclusión social; y 4)
garantizar una atención sanitaria viable y de alta calidad.