30 de Junio de 2024
Bitácora Gitana
BARRACÓN NÚMERO 13
A Félix Grande, que tanto nos quiso.
A la etnia gitana, la más pródiga y antigua afincada en Europa, imbuida por una envidiable aspiración de libertad y alforja de la más exquisita cultura, la seguimos dando por contraria por no acatar nuestras leyes y rebelarse con pericia a nuestras normas. Oriundos del Indo, de la primera luz de nuestra civilización, lucen con honra en la frente la flor de su estirpe.
Saben como nadie que la vida es un guiño del sol y proclaman a los cuatro vientos que para ser verdaderamente libres no hay que poseer ni tumba ni casa, disfrutando así del hermoso regalo de la vida.
Hoy, voy a cumplir con mi deber: entrar en Auschwitz y mirar de frente la prueba más horrorosa que la historia del hombre ha puesto sobre el mostrador de nuestra conciencia: la miserable ralea de la especie humana.
Auschwitz es la más profunda y espantosa lección que debemos conocer y no debemos olvidar para poder respetar al menos nuestro nombre. Auschwitz es nuestra vergüenza y nuestro compromiso. En ese lugar acaba nuestra infancia y comienza la historia adulta de nuestra especie.
Todo futuro que no recuerde Auschwitz habrá nacido muerto. Esto ya lo sabía yo de manera sonámbula, omisa, acobardada. ¿Veis ese letrero? El trabajo os hará libres. Nunca que yo sepa se ha escrito un sarcasmo tan execrable en la entrada de la caverna de la muerte.
Entré y... miré los barracones, la tapia de los fusilamientos, la esquina donde los gitanos tocaban y cantaban alegremente para que los oyeran con angustia los presos al salir al amanecer hacia los trabajos forzados sin saber si el cansancio, el hambre y las palizas les permitirían regresar vivos por la noche, miré la viga que había resistido el peso de los ahorcados, miré tras el cristal montones de pelo de mujer, miré miles de prótesis de quienes ya habían sido humo y ceniza, miré las duchas que no regaban agua, sino gas Zyclon-B., miré la ruina de lo que fue un crematorio, y mirando, sentí también la alegría al ver a centenares de personas entrando y saliendo de los barracones, y vi a viejos y niños mirando sin saber que había pasado allí. Asustados ante aquel horror, sus ojos confirmaron las pruebas de la abominación, el certificado absoluto de la barbarie nazi: la crueldad inconcebible.
A las dos de la tarde entré en el Barracón destinado a recordar y no olvidar el genocidio gitano: el Barracón número 13. Unos escalones, y luego, por todas partes, señales de desprecio y exterminio.
Una enorme pared con fotos de miles de nombres de gitanos tatuados. Fotos de niños y niñas sonriendo al objetivo de la cámara antes del desastre, con una inocencia y una felicidad que seguramente fueron compartidas y ahora, mirándolas, resultan desconcertantes.
Familias enteras gaseadas. La ecuación era perfecta: primero, las fotografías estremecedoras de aquellos niños sonrientes, segundo, un grito numeroso de ceniza y tercero, una comunidad de nombres de muertos llenando la enorme pared del Barracón número 13. Testigo de una salvajada abominable.
La decisión de exterminar a los gitanos fue tomada a mediados de 1942, tras la conferencia de Wansee, una de las reuniones más inmundas, si no la más inmunda de la historia de nuestra especie. A finales de ese año, miles de gitanos fueron asfixiados con monóxido de carbono, dentro de furgones herméticos.
También eran usados como ratas para saciar la curiosidad científica que los nazis llamaban experimentos. Además de inyectarles agua salada en el hígado para reventárselo, les inyectaban virus del tifus y para acabar con ellos les hacían aspirar gas mostaza.
Josef Mengele, médico alemán y oficial de las SS fue el que determinó la Solución final enviando a las cámaras de gas a más de 400 mil gitanos. Mengele sentía particular fascinación por probar el éxito de sus experimentos para demostrar la superioridad de la raza aria.
Cuenta Sara Nomberg, una escritora judía que presenció uno de los hechos más siniestros que una mente humana ha llegado a realizar.
Nos levantamos de un salto y nos pusimos firmes cuando entró Mengele en el Barracón con un niño de la mano, de unos cinco años de edad. Puso una silla en el centro y se sentó en ella con el gitanillo en sus rodillas. Le mandó que cantara canciones de su familia, canciones de una inolvidable melodía. El niño era una belleza. Vestido con un vistoso uniforme blanco, pantalones largos y una chaqueta con botones dorados y una corbata roja. Hechizados, mirábamos fijamente a aquel precioso pequeño. Mengele disfrutaba tanto que lo besaba y abrazaba. Ha sido muy bonito. Dijo. Al final de la actuación le regaló una caja de bombones.
Por la noche, el gitanillo murió envenenado. Aquello fue espantoso.
En 1943, ya no se desperdiciaba gas, ni balas ni bombones... A los niños los agarraban por los tobillos y le machacaban la cabeza contra los troncos de los árboles.
Concluyo con un dato extraordinariamente triste.
Entré en el Barracón número 13 hacia las dos de la tarde. Al contrario que en otros barracones, casi todos muy visitados e incluso abarrotados, al Barracón de la memoria del genocidio gitano aquel día no entró nadie a visitarlo.
Durante varias horas estuve solo sin que nadie entrara. Cansado de tanta espera salí huyendo de aquella terrible soledad, de aquel asombro, de aquel suceso fuera de la razón. Por la noche, el insomnio se apoderó de mí y no fui capaz de llorar ni de blasfemar contra Dios por haber permitido esta injusta masacre. Y pensé: muy pocos ciudadanos el mundo han venido a honrar a más de medio millón de gitanos asesinados.
Oscuro racismo de una sociedad que no acaba de entender todavía que el dolor nos pertenece a todos por igual. Que nadie entrara a visitar el Barracón número 13 supone y confirma claramente que el antigitanismo sigue estando presente.
Francisco Suárez
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