A FONDO

MARIANO FERNÁNDEZ ENGUITA

 


Escuela y etnicidad:
el caso de los gitanos


 

Mariano Fernández Enguita, Catedrático de Sociología de la Educación de la Universidad de Salamanca es sin duda bien conocido por todos los interesados en la temática de este número de Gitanos, centrado principalmente en "la educación y la comunidad gitana".
En las I Jornadas sobre intervención social con población gitana Adalí Calí / Madrid Gitana que la ASGG organizó en Octubre de 1999, Fernández Enguita presentó una ponencia cuyo texto completo, con algunas actualizaciones realizadas por el autor, reproducimos en esta sección de A FONDO.

Un tratamiento más completo del tema y los detalles de la investigación y el trabajo de campo previos pueden encontrarse en su libro Alumnos gitanos en la escuela paya (Barcelona: Ariel, 1999).

 

 

Aunque siempre cabría proponer una lista más larga, podemos ponernos de acuerdo en la primacía de tres funciones sociales básicas de la escuela: la cualificación, socialización y selección con vistas a la asignación a roles productivos adultos; la formación de los individuos como miembros de una nación y partícipes de un sistema político; y la custodia de la infancia y de la juventud. Bastará referirnos muy sucintamente a ella para que salte a la vista su falta de sintonía con la historia y la realidad del pueblo gitano en cuanto tal.

Los roles 
La escuela se ha convertido en un instrumento sustancial de la formación para el trabajo, en primer lugar, porque el proceso productivo moderno, en las condiciones de la sociedad industrial o post-industrial, requiere hábitos de trabajo propios de la actividad colectiva y la relación asalariada: actividad regular, cooperación, valorización del tiempo, sometimiento a fines y medios determinados por una autoridad, etc. Las aulas forman a los alumnos en las pautas de conducta correspondientes gracias a aspectos rutinarios aparentemente tan irrelevantes como los horarios, la atribución de usos al espacio físico, el énfasis sobre el orden y la inmovilidad, la simultaneidad en la realización de las tareas, el sometimiento a contenidos y métodos determinados por el maestro o por otros situados por encima suyo, etc. Pero si hay algo que distingue a los gitanos de los payos donde quiera que los encontremos, en cualquier momento de su historia y mucho más que la itinerancia, el folclore, la lengua o cualquier otro pretendido rasgo común, es la opción por la economía de subsistencia, por el trabajo por cuenta propia o, lo que es más probable, por alguna combinación de ambos. De por sí éste requiere un tipo de socialización distinto del que ofrece la escuela, cosa hoy patente en múltiples lamentos sobre la incapacidad de ésta para instilar en los jóvenes el sentido de la iniciativa, actitudes emprendedoras, vocaciones empresariales, capacidades para el trabajo autónomo, etc. Esto resulta incluso más cierto si no sólo se trata de trabajo por cuenta propia, sino de un trabajo para el mercado en el que el otro lado de la relación, el payo, es visto como candidato permanente al engaño en el precio y en la calidad del producto, lo que al fin y al cabo no es sino una exacerbación de la lógica del mercado, en cuyo caso no sólo la forma estructural de la socialización escolar, funcional para el trabajo subordinado, sino el hecho mismo de la socialización en común con el futuro público a explotar, el payo, resultan contraproducentes desde el punto de vista de su previsible actividad económica.

La escuela es también hoy esencial para la incorporación de los payos al trabajo porque la mayoría de los empleos requieren algunas destrezas instrumentales básicas y comunes que ella proporciona regularmente, porque buena parte de los mismos exigen además capacidades más especializadas y acreditadas que ella imparte formalmente y porque los cambios tecnológicos y organizativos demandan una constante respuesta adaptativa a nuevas necesidades concretas que sólo es posible sobre la base de algunas sólidas capacidades abstractas. Esto, sin embargo, es menos cierto para el gitano típico, o al menos para el gitano tópico. Los oficios tradicionales en que se ha enquistado la minoría gitana exigen importantes habilidades específicas, pero escasas capacidades y conocimientos abstractos. Los gitanos se han mantenido aferrados, de grado o por fuerza -o ambas cosas- a ocupaciones y oficios tradicionales de carácter artesanal, agrario, comercial o de servicios personales, permaneciendo casi por entero al margen del desarrollo de la industria, las profesiones y los servicios cuaternarios, que probablemente sean los que de modo más aparente requieren capacidades abstractas como las que la escuela alienta. 

Por último, en cuanto que contribuye a la asignación de las personas a distintos papeles y posiciones en la vida económica adulta, la escuela ofrece sobre todo una promesa de movilidad o de reproducción social individual. No asigna directamente lugares en la sociedad a clases, ni a castas, ni a clanes y a unidades familiares, aunque en términos agregados pueda resultar finalmente así, sino que lo hace individuo por individuo. Para quienes proceden de clases o grupos subordinados o desaventajados, en particular, la oferta de la escuela consiste siempre en la promesa de permitirles escapar de modo individual del sino asignado a su grupo, sea en la forma de hijo de obrero con beca, mujer asimilada a las virtudes masculinas, negro dotado de un alma blanca o gitano apayado. La movilidad individual es el precio de la adaptación y la otra cara de la deserción del grupo de origen. Sin embargo, el gitano, que vive intensamente en, a través de y para el grupo familiar, busca una posición social o una trayectoria de movilidad, pero no individual sino grupal, y eso la escuela no está en condiciones de ofrecérselo siquiera.
 

La identidad nacional 

Pasando a la segunda función social mencionada, la escuela ha desempeñado un papel central en la configuración de una identidad nacional y en la aceptación de la misma por los miembros de cualquier pueblo. En España, por ejemplo, han servido a ese fin no sólo, de forma patente, la enseñanza de la lengua castellana y las de Geografía, Historia y todas las variantes de la formación política, sino también las de Literatura (¿quién no ha empezado con el Cantar de Mio Cid?), las Matemáticas (para la unificación del sistema de pesos y medidas), etc. Pero basta detener nuestra atención en la parte más obvia para darnos cuenta de que esa lengua no es la lengua de los gitanos, que la historia los ignora, que las fronteras geográficas les resultan irrelevantes y que la literatura presenta de ellos una imagen deformada, todo ello justamente en la medida en que responde al universo cognoscitivo y simbólico de una nación, un pueblo, una cultura que no son los suyos. Lamentablemente, la apertura de la institución escolar a la lengua, la historia y la cultura de las nacionalidades y regiones no ha supuesto siquiera una brecha por la que pudieran entrar las de los gitanos, perjudicados una vez más por su extraterritorialidad. No menos ajena les resulta la subfunción de socialización para la participación en el sistema político. Tanto cuando tal socialización era ante todo como súbditos con múltiples obligaciones y pocos derechos como cuando ha pasado a ser sobre todo como ciudadanos, con un equilibrio entre unas y otros, los gitanos han permanecido fundamentalmente al margen de la corriente principal. Primero de derecho, como cuando se decretaba su expulsión del territorio, se les prohibía usar su lengua y su vestimenta característica o se les privaba de diversos derechos individuales; después, en general prácticamente hasta ayer y en algunos aspectos todavía hoy, de hecho, como cuando se les ha convertido en sospechosos permanentes o se les ha discriminado en aspectos diversos de la vida política y social. Para el gitano el sistema político y las autoridades civiles son simplemente parte del mundo payo. La custodia En cuanto a la tercera función apuntada es claro que, aunque esta constatación no guste a los enseñantes, los centros de enseñanza son hoy en gran medida, tal vez en mayor medida que cualquier otra cosa, lugares en que, e instituciones a las que, se encomienda la custodia de niños y jóvenes cuando los hogares ya no pueden hacerse cargo de ella. No hay nada chocante en esto: la migración a las ciudades, con la sustitución del entorno rural conocido, estable y seguro por el entorno urbano desconocido, imprevisible e inseguro; la separación física, funcional y emocional de las distintas generaciones familiares y de los parientes coetáneos no de primer grado, o, lo que es lo mismo, la nuclearización de la familia; la mayor peligrosidad inmediata de unos hogares llenos de electricidad, gas, etc. y una calle transitada por vehículos a motor; la salida masiva de las mujeres al mercado de trabajo; la desaparición progresiva de los espacios comunales indiferenciados en que se mezclaban adultos y niños de una comunidad; la escolarización misma, en fin, que impide a los hermanos mayores atender a los menores: todo ello ha confluido en plantear la necesidad de buscar formas de custodia de la infancia alternativas a unos hogares que ya no pueden ocuparse de ella como antes; y nada más lógico y comprensible que volverse hacia la escuela, un escenario y una institución donde niños y jóvenes se encuentran con sus pares, donde quedan bajo la supervisión de adultos más o menos dispuestos, dedicados y especializados y donde, aunque sólo sea de paso, se favorece que adquieran y desarrollen diversas capacidades, conocimientos y actitudes más o menos indicados. Pero, una vez más, éste no es el caso de los gitanos, para quienes no es en modo alguno preciso, ni conveniente, segregar la custodia de la infancia de otras responsabilidades de la vida adulta. Las actividades de subsistencia y el trabajo por cuenta propia no sólo permiten el cuidado simultáneo de los niños, sino que éstos pueden ayudar desde muy temprana edad, en la medida de sus deseos y fuerzas, y es así como aprenden lo que será su futuro trabajo. La comunidad cerrada, tanto más si llega a conformarse como un ghetto, es un medio densamente protector en el que todos los adultos conocen a todos los niños. El trabajo extradoméstico de las mujeres se subordina virtualmente siempre a que puedan seguir atendiendo a los niños. La no escolarización, en fin, permite a las hermanas mayores ocuparse de los niños más pequeños, y al mismo tiempo resulta funcional que lo hagan como capacitación para un matrimonio que sin duda llegará pronto.
 

"El gitano, que vive intensamente en, a través de y para el grupo familiar, busca una posición social o una trayectoria de movilidad, pero no individual sino grupal, y eso la escuela no está en condiciones de ofrecérselo siquiera".

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

"La apertura de la institución escolar a la lengua, la historia y la cultura de las nacionalidades y regiones no ha supuesto siquiera una brecha por la que pudieran entrar las de los gitanos, perjudicados una vez más por su extraterritorialidad".

EL CIERRE MUTUO Y LA TENSIÓN ÉTNICA 

En un plano más próximo, los grupos concretos, payos y gitanos, encuentran difícil lograr un entendimiento que no sea el de coexistir separados, como si fueran rectas paralelas, tan cercanas como se desee pero que nunca se juntan, porque las diferencias que los distinguen ponen de inmediato en cuestión elementos cruciales de sus respectivas culturas. Para los payos, el modo de vida gitano choca con componentes nunca explicitados pero indispensables para la convivencia cotidiana, parte de lo que los interaccionistas llamarían "el mundo que se da por sentado". Para los gitanos, la identidad y la frontera étnicas son mecanismos de compensación frente a un mundo hostil y de conservación de las jerarquías internas al grupo. Para unos y otros, diversos procesos económicos y algunas políticas públicas recientes han precipitado un contacto no deseado.

Nomadismo y sedentarización 

La territorialidad, o más exactamente la sedentarización, es una parte mucho más importante de nuestras vidas de lo que normalmente consideramos. No sólo distingue nuestra particular vida personal o familiar de la del nómada, sino que hace posible formas de convivencia que de otro modo no lo serían, o que presentarían otros requisitos que así no necesitan estar presentes. En primer lugar, es la base de una relación asidua que sólo el espacio común puede asegurar. En segundo lugar, proporciona una base sólida a las relaciones de confianza mutua. Este último es un punto sobre el que no podremos insistir lo suficiente, pero piénsese tan sólo, por ejemplo, en qué grado la confianza y la fluidez en los negocios, pongamos por caso, entre el tendero y su cliente, dependen del hecho aparentemente trivial de que, si llegara a sentirse defraudado en su compra, éste siempre podría encontrar a aquél en el mismo sitio. En tercer lugar, la relación estable con el territorio implica una relación con él más cuidadosa que la del itinerante, cuyas actividades se convierten casi siempre en costosas externalidades para el sedentario (basta ver cómo dejan el campo los excursionistas). Por más que algunos antropólogos se empeñen en lo contrario, los peculiares hábitos de limpieza de los gitanos itinerantes tienen más que ver con ser itinerantes que con ser gitanos, con el hecho de que abandonarán tarde o temprano el territorio que con su origen oriental, como lo muestra el cambio que se produce con su sedentarización.

En todo caso, la escuela es un servicio público estrechamente ligado a la idea de territorialidad. No sólo es territorial la oferta, sino que el funcionamiento de la institución parte de la premisa de que se dirige a una población enteramente sedentaria. No puede comprenderse de otro modo la obstinada resistencia burocrática a organizar calendarios y horarios que se adapten mejor a las necesidades y posibilidades de una población en la que son prácticas corrientes el trabajo temporero lejos del lugar de residencia, los desplazamientos de todo el grupo familiar por motivos económicos, sociales o rituales o trabajos por cuenta propia que requieren una y otra vez el esfuerzo familiar conjunto, incluido el de los menores. Es paradójico que en la era de las redes informáticas, los aviones, el modem, la cartilla de viaje de la seguridad social y la Europa sin fronteras, es decir, en una época en que se superan en todos los aspectos los límites de la territorialidad, la escuela siga siendo tan incapaz de aportar una respuesta en la parte que le corresponde.

La sociedad y el grupo
La sociedad moderna, por otra parte, basa en alto grado sus relaciones interindividuales, cuando son armónicas, en los principios de universalismo y reciprocidad y, cuando se tornan conflictivas, en los del aislamiento de los conflictos y la delegación en un juez. Universalismo quiere decir aquí que todo el mundo debe ser tratado de acuerdo con unos mismos patrones, o al menos que éstos patrones no deben variar entre familiares y no familiares, amigos y no amigos, etc. en terrenos como la política, la economía o, en general, la sociedad civil más allá del inmediato entorno familiar. Cualquier comportamiento distinto de esto es rechazado enseguida como nepotismo, amiguismo, favoritismo, partidismo, clasismo, etc. Este comportamiento universalista -por ejemplo, que el precio sea el mismo para todos- se alimenta de la expectativa de reciprocidad general, no tanto de parte de la misma persona situada en un momento dado al otro lado de la relación como de cualquiera que pueda ocuparlo en otro momento. Pagamos nuestras deudas, por ejemplo, porque esperamos que los demás nos las paguen a nosotros, aunque es poco probable que nuestros acreedores hoy sean nuestros deudores mañana; toda la moral práctica kantiana consiste básicamente en esto. Para el gitano, sin embargo, una línea clara separa el comportamiento a seguir con los demás, y a uno de sus lados están los gitanos, con los que se mantienen relaciones de reciprocidad y solidaridad, y al otro los payos, que son el elemento económico a explotar. La realidad o la simple expectativa de este doble rasero son suficientes para retraer al payo en las relaciones con los gitanos.

En caso de conflicto entre individuos es un principio social que quede restringido a éstos y que, si la negociación entre ellos no es posible, se recurra a alguna instancia de arbitraje, no a la imposición de la solución que conviene a una parte mediante la fuerza o la violencia, entendidas como expresión del valor personal. Por supuesto que esto no siempre se cumple, pero sí más de lo que se incumple y, en todo caso, el incumplimiento es visto como tal, como contravención de la norma. 

"Para los payos, el modo de vida gitano choca con componentes nunca explicitados pero indispensables para la convivencia cotidiana, parte de lo que los interaccionistas llamarían el mundo que se da por sentado".

En la cultura gitana, en cambio, el conflicto entre individuos se convierte automáticamente en conflicto entre grupos familiares, pequeños o grandes; el arbitraje, por otro lado, no es necesariamente la primera instancia, sino que llega a menudo después de una escalada en el conflicto, y el árbitro carece a su vez de medios para imponer su arbitrio, con lo que la aplicación de éste depende de la buena voluntad de las partes. El Estado moderno se basa en el monopolio legítimo de la violencia; el clan, en cambio, no renuncia a su ejercicio directo. Aunque por un lado el gitano tiende a limitar el recurso al grupo a sus conflictos con otros gitanos, el payo teme siempre, y a veces con razón, que en su conflicto individual con el gitano éste no lo mantenga en ese nivel.

Esta es otra cuestión permanentemente vigente en los colegios. Los padres payos perciben generalmente la presencia de niños gitanos en los centros como un factor de riesgo que puede producir fácilmente una dosis de violencia mayor que la tolerable, tanto por la tendencia a la respuesta grupal como por la escasa disposición al arbitraje. La imagen de los padres gitanos acudiendo en grupo al centro ante algún problema, aunque infrecuente debido a que raramente acuden en todo caso, basta para recordar estos fantasmas. En sentido inverso, la individualización de los conflictos por el centro y por el profesor impiden al niño gitano cumplir con las obligaciones de solidaridad que su grupo y su cultura le imponen.

Del lado de los gitanos, y más allá del peso de la tradición, la reproducción de la frontera étnica se convierte en una respuesta espontánea a dificultades y conflictos, y el conflicto permanente en una forma de mantener y reforzar la frontera. Por otra parte, esta frontera es condición indispensable para el mantenimiento de las relaciones de dominación en su interior, relaciones asociadas al género, a la edad y a la primacía de unos clanes o familias sobre otros. Se ha dicho del honor étnico que es "el honor de la masa", y podría parafrasearse al Dr. Johnson para añadir que es "el último refugio de los miserables". Tanto da que sean payos o gitanos, españoles o franceses, catalanes o castellanos, monclovitas o vallecanos: cubrir de virtudes al propio grupo y llenar de oprobio al otro y felicitarse a continuación de haber nacido en el primero es cómodo y gratis, pues sólo requiere haber nacido. Lo importante, no obstante, es que esto se torna más necesario cuanto más desfavorables son los términos de comparación en otros terrenos más objetivables, como la educación, la riqueza o el poder. La marginación individual y grupal de los gitanos refuerza su necesidad de volverse hacia el grupo como fuente de identidad. El conflicto grupal, además, fuerza solidaridades y desalienta a los individuos que quieren pasar la línea, con lo que la eventual incursión en actividades ilegales o situadas en el límite de la legalidad sirven, en ese sentido, a la cohesión del mismo. 

En otro orden de cosas, pero en estrecha relación con lo anterior, el conflicto étnico refuerza las estructuras de dominación interiores. La hostilidad real o presunta del exterior legitima el encierro de las mujeres y los niños y convierte a los varones adultos en los únicos interlocutores; también privilegia a los que encabezan grupos familiares más numerosos frente a los más pequeños; el monopolio de las relaciones con el exterior, a su vez, se convierte en fuente de poder en el interior, tanto dentro de la familia como entre familias. Igual que los países refuerzan su cohesión interior agitando el espantajo del enemigo exterior, así lo hacen los grupos étnicos. La hostilidad y la debilidad en el exterior, además, crea para los varones adultos una mayor necesidad psicológica de poder en el interior del grupo familiar. La estabilidad y previsibilidad de la jerarquía basada en la edad, el género y el número de cabezas por familia, en fin, es una fuente de seguridad frente a la incertidumbre de un mundo exterior competitivo (tanto entre gitanos de distintos grupos familiares como en la sociedad global). La escolarización choca en gran parte con esta trama de relaciones. Enviando a los niños a la escuela se les expone a un medio hostil y peligroso no sólo porque es payo, cosa que algunos lamentables incidentes han venido a confirmar no hace mucho, sino también porque puede provocar la coincidencia no buscada con grupos gitanos contrarios. Por otro lado, la escuela mantiene juntos a los niños y las niñas a cualquier edad, mientras que los gitanos los separan y recluyen a las niñas al primer signo de madurez sexual, y sus normas someten a los niños varones a la autoridad de las maestras cuando en sus casas ya dan órdenes a sus hermanas mayores y, a menudo, a sus madres, poniendo así a prueba su virilidad.

El contacto

En los últimos años, diversos factores han condensado la problemática de los gitanos, han precipitado su contacto con los payos en relación a su intensidad y su frecuencia habituales y han tensado más de lo previsto los hilos que unen a ambas comunidades. El crecimiento de las ciudades y el rápido encarecimiento del espacio urbano, por ejemplo, han hecho que los terrenos que algunos grupos ocupaban ilegalmente sean más codiciados para usos residenciales o comerciales, o que se convirtieran en la última oportunidad para algunos equipamientos sociales, y opciones parecidas se plantean a la hora del realojamiento. La política de realojamiento (o de erradicación del chabolismo), la expansión del trabajo social y la supresión de las escuelas-puente han arrojado a los colegios públicos una avalancha imprevista de gitanos. Por un lado, han forzado la escolarización de niños gitanos a los que, de no ser porque se trata de una condición para recibir salarios asistenciales o de un presunto requisito para obtener vivienda, no habrían escolarizado sus familias. De este modo, en lugar de llegar los niños gitanos a la escuela más o menos al ritmo de su propia voluntad y la de sus padres, han llegado masivamente y, en numerosas ocasiones, contra sus deseos manifiestos.

Las elevadas proporciones de desempleo, la polarización en la distribución de la renta y la riqueza, la crisis fiscal y la crisis económica cíclica han hecho que se agudice la pugna entre los sectores más desfavorecidos por los recursos asistenciales, con lo que desde hace un tiempo asistimos a lo que podría calificarse de "guerra entre los pobres"... aunque sea por las migajas. El suelo que los gitanos ocupan o desean no es el de las zonas de alto valor, sino el mismo en el que ya malviven una parte de los payos; las ayudas de transporte, comedor, libros, etc. que reciben no se dan en colegios donde todos los demás alumnos tienen sus necesidades perfectamente cubiertas, sino en centros en los que las familias pasan a veces serias dificultades para cubrir los gastos aledaños de la enseñanza o para que los colegios acepten a sus hijos al mediodía. En suma, se dan todas las condiciones para que se genere un movimiento tipo white trash, en el que el sector más pobre del grupo étnico dominante se convierte en el más abiertamente racista o, simplemente, en el ariete de una realidad discriminatoria que el sector privilegiado puede seguir comentando escandalizado con la tranquilidad que da la distancia.

"Se dan todas las condiciones para que se genere un movimiento tipo white trash, en el que el sector más pobre del grupo étnico dominante se convierte en el más abiertamente racista o, simplemente, en el ariete de una realidad discriminatoria que el sector privilegiado puede seguir comentando escandalizado con la tranquilidad que da la distancia". 

 

 

 

 

 

 

"La forma específica de escolarización del pueblo gitano debe surgir de una negociación -o de muchas, tanto en el tiempo como en el espacio- entre ellos mismos y la sociedad".

Por último, el aumento o la apariencia de aumento de la delincuencia, la psicosis de inseguridad ciudadana y, en particular, las serias dimensiones del tráfico de drogas, y la implicación real o presunta de algunos grupos gitanos en esta problemática -aunque sea más como factores intervinientes que como causas últimas- los convierten en fácil blanco de los impulsos racistas de los payos. Por un lado, una porción importante aunque minoritaria del grupo se desliza hacia estas actividades empujada por la falta de oportunidades económicas alternativas, por la afición al dinero fácil, por la inercia de la doble moral en torno a la divisoria étnica y por la funcionalidad al respecto de la solidaridad de los grupos familiares extensos y la desvinculación del territorio. Por otro, los casos individuales son utilizados desde el lado payo como estigma para el grupo y como legitimación para estereotipos culturales y actitudes discriminatorias, cuando no para el lanzamiento de hostilidades que ya se parecen a pogromos. 
 

LA ESCUELA, ESCENARIO DE UN DESENCUENTRO

Llegamos así al punto en que la irrupción más o menos repentina de un nutrido alumnado gitano nuevo y no necesariamente voluntario hace tambalearse algunas rutinas de la vida escolar, somete a aquéllos a una experiencia a menudo muy poco gratificante y pone claramente en cuestión la política educativa dirigida al pueblo gitano.

El proceso pone de repente en evidencia, sin ir más lejos, que la escolarización no es solamente un derecho, como habíamos llegado a creer de tanto desgañitarnos sobre sus insuficiencias y deficiencias, sobre la igualdad de oportunidades, etc., sino también una imposición. Esto salta a la vista cuando el triángulo centrípeto formado por un Estado educador, unos padres ansiosos y unos alumnos conformes es sustituido por otro, centrífugo, en el que el Estado es el mismo y sigue queriendo lo mismo, pero los padres y los alumnos no. ¿Hasta dónde pueden los padres elegir la educación de sus hijos? En el mundo payo, este problema se reduce a elegir el tipo de escolarización, porque el Estado, la sociedad y los individuos comparten la convicción de que los niños deben ser escolarizados, y si algún padre no asegura su escolarización la sociedad lo ve y él mismo lo ve como la violación de un derecho y el incumplimiento de una norma indiscutibles. ¿Pero qué pasa cuando el Estado y la sociedad paya lo ven así pero el individuo y la sociedad gitana, que para estos efectos puede ser simplemente un clan, no?

En el ámbito cotidiano, la llegada de estos niños a las aulas pone de relieve cuántas y en qué grado elementales son las condiciones implícitas de la escolarización. Cuando el magisterio estaba discutiendo una vez más, en plena vena montaigneana y en medio de una reforma más que anunciada, si se trataba de conseguir cabezas bien llenas o cabezas bien hechas, resulta que también habrá que contar con los cuerpos. De repente irrumpen unos niños que no están hechos a la idea de permanecer durante horas en un lugar cerrado, ni mucho menos sentados, callados y realizando actividades que les resulta increíblemente monótonas, o cuyas familias no comparten ni sus hogares están en condiciones de cumplir con los criterios de limpieza del entorno payo.

Se produce, en fin, una hecatombe académica. Parte de los nuevos alumnos llegan por vez primera con edades muy superiores a la del comienzo de la escolarización obligatoria, por no hablar ya de que muy pocos han pisado la educación preescolar, con lo cual se plantea el problema difícilmente soluble de si ponerlos con alumnos de su edad a pesar del desnivel de conocimientos o con los alumnos de su nivel a pesar de las diferencias de edad. El desinterés de muchos hacia lo que se les quiere enseñar es manifiesto, y los profesores no están acostumbrados a sufrirlo en ese grado. El absentismo es el pan nuestro de cada día, imposible de encajar en un sistema educativo en el que la planificación de las actividades consiste fundamentalmente en cumplir rigurosamente una agenda, y el abandono definitivo se produce en cuanto los niños y niñas gitanos pueden ayudar a sus padres o éstas muestran los primeros signos de madurez sexual, fácilmente hacia los once o doce años. Aunque la promoción automática los hace avanzar de curso en curso, pocos superan los objetivos del curso o la etapa y apenas unos cuantos, a contar con los dedos de una mano en colegios que los escolarizan por decenas, llega a la tercera etapa de la Educación General Básica. El profesorado, en fin, se encuentra con una diversidad cuantitativa (de nivel) y cualitativa (cultural) dentro de cada aula para hacer frente a la cual no está normalmente preparado -en todo caso no por su formación inicial ni formal-, y los centros con un público al que generalmente no saben encajar en las rutinas burocráticas sobre las que se apoya su funcionamiento regular.

Del lado de los gitanos, y por muy convencidos que algunos puedan estar de que sus hijos deben salir del agujero en que ellos se encuentran y de que la educación es la vía para hacerlo, la escolarización no deja de ser una forma de separación forzosa que produce miedo y rechazo. Es forzosa en sentido estricto y actual, pues se impone directa e indirectamente a través de las políticas de vivienda, de integración, de salario asistencia, etc., y de la presión constante de los trabajadores sociales y otros agentes y autoridades payos. Pero es que no debemos olvidar, además, que en este país, como en otros, ya se procedió en 1749 a separar masivamente a las familias gitanas, enviando los niños más pequeños y las madres a los presidios y los mayores y los padres a trabajar a los arsenales, o que todavía en la década de los cincuenta de este siglo cientos de niños fueron separados de sus familias por la fuerza en Alemania, dos hechos entre muchos que aún están muy vivos en la tradición oral gitana, aunque sea de modo impreciso. Incluso sin contar con esto, la escuela es, como ya señalamos con anterioridad, un lugar potencialmente hostil al que tienen que enviar precisamente a los elementos más débiles e indefensos del grupo familiar. Los payos los enviamos a ella para que estén seguros, pero los gitanos lo hacen con miedo.

Una vez en el centro, es difícil que no vivan un atentado tras otro a su dignidad y su autoestima. No es que los profesores o los alumnos los agredan de manera sistemática, pero siempre hay alguien que lo hace y los recuerdos de la vida escolar de los gitanos ya crecidos están trufados de experiencias desagradables de rechazo o descalificación. Aun sin eso, plegarse al aprendizaje de una cultura que los ignora y verse sometidos a unos criterios de evaluación, formal o informal pero constante, en los que reiteradamente quedan por debajo de la inmensa mayoría de sus compañeros, que de paso resultan ser los payos, no puede ser una experiencia agradable. Otra variante, y no la peor en este aspecto, es que vivan la escuela como una forma de reclusión suave consistente en permanecer en las aulas en las mesas del fondo, sin participar en las tareas que realizan sus compañeros, con alguna maestra benevolente que los pone a dibujar y les deja estar a condición de que no alboroten y permitan que ella siga con las actividades "normales" de su clase. La institución los entretiene y ellos se dedican, en sentido estricto, a matar el tiempo.

En suma, muchos podrían resumir su experiencia escolar diciendo que los sacaron de su medio social y los llevaron a la escuela para descalificarlos, para mostrarles y demostrarles que no eran un grupo socialmente distinto, sino personas individualmente inferiores. Después de todo, lo que la escuela hace con estos niños no es más que convertir su diferencia cultural en "fracaso" académico o escolar, es decir, tratar de culpabilizarlos por ser distintos. 

Las políticas educativas Este desastre bilateral debería llevarnos a interrogarnos sobre las políticas que se han seguido a la hora de la escolarización del pueblo gitano. Si bien es cierto que la historia de ésta muestra algunas excepciones notables, desde las Escuelas del Ave María inspiradas por el cura conservador Andrés Manjón o la malograda experiencia de la Institución Libre de Enseñanza hasta un puñado centros con experiencias actuales menos conocidas pero no menos interesantes, puede decirse, aunque sea en términos algo abstractos, que la política educativa hacia el pueblo gitano ha pasado hasta hoy por las fases sucesivas de la exclusión, la integración, el igualitarismo formal y la diversificación profesional, cuyas características enseguida explicaré.

Permítaseme señalar, antes que nada, dos cuestiones. Una, que las tres primeras etapas, así formuladas, se diferencian muy poco de las que ha conocido la escolarización de otros grupos sociales desaventajados, oprimidos, explotados o como se prefiera decirlo: la clase trabajadora y las mujeres. No es una analogía de la que haya que sorprenderse, pues clase, género y etnia son las principales fracturas de nuestra sociedad. En todo caso, tanto los trabajadores como las mujeres y los gitanos han sido primero excluidos, luego escolarizados de forma segregada y más tarde sumados a unas condiciones de escolarización iguales para todos pero hechas a la medida de sus respectivas contrapartes. La segunda cuestión a señalar, una simple matización, es que en el caso de los gitanos estas fases resultan, aunque nítidas, menos explícitas, porque la política general hacia ellos ha consistido a menudo en negar o ignorar su existencia, incluso en decretar su inexistencia.

"Llegamos así al punto en que la irrupción más o menos repentina de un nutrido alumnado gitano nuevo y no necesariamente voluntario hace tambalearse algunas rutinas de la vida escolar, somete a aquéllos a una experiencia a menudo muy poco gratificante y pone claramente en cuestión la política educativa dirigida al pueblo gitano".

 

 

 

 

 

"Tanto los trabajadores como las mujeres y los gitanos han sido primero excluidos, luego escolarizados de forma segregada y más tarde sumados a unas condiciones de escolarización iguales para todos pero hechas a la medida de sus respectivas contrapartes."

Los gitanos primero fueron simplemente excluidos, al principio como parte de una política general de rechazo y hasta de expulsión y luego como resultado agregado de las condiciones de vida de cada familia, grupo familiar, clan o comunidad; dicho de otro modo, los gitanos se quedaron en gran parte fuera por su modo de vida itinerante, porque ellos eran quienes permanecían en las zonas rurales más deprimidas, porque acudían a las zonas urbanas menos provistas de equipamiento, porque no había voluntad ni medios para asegurar la escolarización universal, porque ellos mismos no tenían grandes deseos de presentarse en las aulas y porque las autoridades payas tampoco tenían una política específica de integración hacia el grupo. En suma, podría decirse que primero fueron excluidos de derecho y luego simplemente de hecho. En una segunda fase fueron incorporados masivamente a las escuelas-puente -de las cuales, por cierto, se ha hecho un balance un tanto apresurado, simplemente al servicio de la nueva política de integración y sin permitirnos aprender nada de la experiencia-, lo que, cualquiera que fuese su finalidad, representaba una modalidad de escolarización segregada. En la pasada década se decretó la incorporación de todos los alumnos gitanos a las escuelas ordinarias, pero éstas son parte de una institución cuyos planes de estudio, programas, libros de texto, etc. ignoran por completo su cultura, cuya organización y cuyas rutinas de funcionamiento son ciegas ante la especificidad de su modo de vida y cuyo ethos desconoce sus valores; los gitanos, en resumen, se han visto embutidos en una escuela hecha por y para los payos, al igual que los obreros lo fueron en la escuela de la burguesía grande y pequeña y las mujeres en la de los hombres.

Abordar la diferencia 

En el momento actual, aunque la política oficial frente a los gitanos sigue siendo principalmente una política de igualitarismo formal, de simple incorporación a la escuela paya, tanto entre una parte de las autoridades educativas como, sobre todo, entre un sector importante del magisterio, se va abriendo paso la idea de que es preciso reconocer y atender de alguna manera a la diferencia, probablemente en general y en todo caso en lo que concierne a la escolarización de los gitanos. No obstante, hay diversas maneras de percibir, interpretar y abordar la diferencia

Una primera forma es la que podríamos denominar carencial. Se reconoce que los gitanos son distintos, por el motivo que sea, pero se ve y se interpreta la diferencia en términos de déficit. Su problema es que les falta algo, sea inteligencia, motivación, hábitos de trabajo, tradición cultural, apoyo familiar, condiciones adecuadas de vida, expectativas de recompensa al esfuerzo escolar o cualquier otro factor, y nada importa que se deba a causas genéticas, culturales o ambientales, o a cualquier mezcla de las tres. (Lo esencial del argumento, no hace falta decirlo, es que, sea cual sea el problema, está del lado de los gitanos, porque la escuela lo hace bien y es inocente.) Así se abre la perspectiva de una doble intervención: por un lado, a corto plazo, una política de educación compensatoria dirigida a reparar en la escuela y para fines escolares las carencias que son ajenas a ella; por otro, una intervención a plazo más largo en torno a problemas como la vivienda, la salud, el acceso al trabajo o la organización y la participación políticas. La expresión habitual de esta opción es el aula de educación compensatoria, que generalmente es el aula de los gitanos. Este tipo de opción tiene una variante individualizada, que se distingue por el énfasis en determinar las necesidades de los niños caso por caso y suele conducir al mismo resultado, aunque el aula y el profesor aparte se llamen ahora "de apoyo", y la política "de integración". 

Una segunda forma es el reconocimiento explícito de que se trata de un grupo con otra cultura, lo cual anuncia un tratamiento diferenciado bajo banderas como el "respeto a la diferencia", la "adaptación de la escuela al alumno, y no al revés", el "multiculturalismo" o el relativismo cultural. Se llama entonces a la adaptación o la diversificación de los contenidos académicos, de los métodos de enseñanza y aprendizaje e incluso de la organización de las rutinas escolares, a la formación específica del profesorado o a la especialización de un sector del mismo o la formación de un nuevo profesorado étnico. La diferencia esencial entre este enfoque y el anterior es que éste no inferioriza al público escolar gitano, que reconoce una distinción cualitativa donde antes sólo se veía una jerarquía basada en criterios aparentemente sólo cuantitativos y en realidad cualitativamente sesgados. 

Pero hay un elemento común a estos dos enfoques basados en la diferencia y al igualitarismo formal que antes tratamos: que, en todos ellos, la voz cantante la lleva el profesional. En cierto modo podemos ver en ellos etapas de un proceso más amplio de pugna del cuerpo docente por su profesionalización: el igualitarismo formal, primero, responde a la diferencia de forma enteramente rutinaria y burocrática, sin otra fórmula que la aplicación del rasero común, que es tanto como decir que opta por un modo de trabajo normalizado y estandarizado, no profesional; la perspectiva compensatoria, después, individualiza el diagnóstico y gradúa cuantitativamente el tratamiento, ofreciendo a algunos alumnos más de lo mismo -más tiempo del profesor, más atención en el aula, más horas, más recursos... -, lo cual representa un primer elemento de profesionalización; la perspectiva multiculturalista, finalmente, diversifica tanto el diagnóstico como el tratamiento y reclama ambos para el profesor, que se ocupará de todo en el mismo aula y sin delegar lo que se aparta de la norma en otros profesionales, lo que representa el grado máximo de profesionalización. A fin de cuentas, lo que distingue al profesional es, ante todo, su capacidad, real o presunta, de aplicar un conocimiento abstracto a situaciones concretas. El profesor que niega la diferencia gitana niega la situación concreta y no necesita un conocimiento abstracto, sino sólo concreto y rutinario aplicable a todas las situaciones; el que adopta la perspectiva compensatoria reconoce la diferencia pero deja en manos de otros la tarea de diversificar, y estos otros -trabajadores sociales, psicólogos, pedagogos, algunos maestros "especializados" como los de "compensatoria"- pueden recogerla satisfechos porque así surgen o se desarrollan sus competencias profesionales; el que opta por la perspectiva multicultural reclama para sí la capacidad de aplicar al conocimiento abstracto al caso concreto, tanto en el diagnóstico como en el tratamiento, o de determinar medios específicos para unos fines comunes y/o diferenciados, y reclama también con ello la competencia exclusiva.  

Si hasta aquí suena bien la historia, quiero señalar que el elemento fundamental de la misma es otro: el permanente papel de convidado de piedra que se asigna al pueblo gitano. Sin embargo, si se reconoce que se trata de un pueblo con su propia cultura hay que reconocer también, a renglón seguido, que no existe el consenso básico en que se basa la actuación rutinaria o profesional del docente en el caso de los niños payos. Si es otro grupo con otra cultura, entonces deberá tener otra voz. Es hora de pasar ya de decidir por los gitanos a decidir con ellos. No digo a que decidan ellos, sino a decidir con ellos. La pertenencia a un grupo étnico que tiene formas de vida y tradiciones culturales claramente específicas, que lleva en buena parte una existencia separada pero que, al mismo tiempo, está hasta cierto punto integrado en la sociedad global, que comparte en todo caso su territorio y que no tiene una vida económica propia sino común en unos casos y parasitaria en otros, creo que ofrece la base para pensar que la educación de los gitanos es cosa de ambas partes, no de una sola. En otras palabras, la forma específica de escolarización del pueblo gitano debe surgir de una negociación -o de muchas, tanto en el tiempo como en el espacio- entre ellos mismos y la sociedad anfitriona. Empleo el término "negociación" tanto por lo que me parece sería la gama de los resultados aceptables, algo intermedio entre lo que la sociedad global quiere para todos y lo que el grupo específico quiere para los suyos, como por lo que creo debería ser la forma de decisión, un acuerdo en el que cada parte escuchara, reconociera legitimidad y cediera en algún grado a las pretensiones de la otra. 

REVPROVPQ.GIF (3898 bytes) Número 7/8   - Diciembre 2000 - Revista Bimestral de la Asociación Secretariado General Gitano

 flecha1.gif (1966 bytes)